Qué cosa rara es el amor cuando termina, hay que recorrer una montaña fría y llena de neblina, ver fantasmas y salir de ella de a poco -lleno de nada, vaciado de todo- hasta que se dispersa y no encuentras más que el horizonte y vuelves a empezar, porque no hay otra opción. Y qué bueno que así sea.
No sentir nada en las canciones es preocupante, entendería que solo hay vacío donde antes hubo un algo, donde el dolor ya no reposa, incapaz de sentir la dulce tristeza que deja el desamor y a no escuchar cómo crujía la soledad cuando intentaba despegarme de ella.
Ahora es distinto, pienso en ti como algo que se aleja de a poco, como un viaje incierto con boleto de vuelta, como una noche corta y tranquila en el invierno, como un ruido fuerte que va bajando el volumen. Quizá sea el tiempo labrando el horizonte, mostrando esa capacidad de ordenarlo todo en mitad del caos.
Y lo hago sin rencores, sin señalar culpables; pero con el corazón aún en trozos que no logran encajar entre sí. Las mentiras no se reflejan en el espejo, así que no puedo convencerme de que las mañanas no son aplastantes y que antes de dormir no escarbo en mi mente para encontrar lo que pudo ser, colmado de pasado y de todas esas cosas absurdas que deben olvidarse.
Por mi parte tengo el arte, las caminatas diarias en soledad y esta manera de escribir sobre lo que entiendo pero no puedo aceptar. Así que el olvido se vuelve un ritual que llega con el paso de los días, es cuestión de esperar la amnesia, el golpe certero del tiempo en la sien; pero con la convicción inquebrantable de poder adelantarlo haciendo todo eso en lo que tengo tanta, tanta, tanta experiencia: ser un completo desastre y no hacer nada por remediarlo.